Fuente: Revista Lan In vía Vino Argentino
La escritora y periodista chilena Elizabeth Subercaseaux, aborda en esta nota, que compartimos, la relación de la mujer con el champagne a lo largo del tiempo. Un extracto interesante: «Mi abuela decía que había dos clases de viejas: las viejas y las viejas que bebían champagne. Las primeras estaban condenadas a morirse de lata. Las segundas no morían nunca, “quedan en la memoria de los amantes, para siempre, hija.
En la década de los ‘60, cuando éramos jóvenes, –felices e indocumentadas, como habría dicho el Gabo– no sólo era frecuente que llegáramos vírgenes al matrimonio, sino abstemias. Hay que decir que nuestra cultura alcohólica era mínima. Las mujeres bebían, pero muy poco. Recuerdo que en las discotecas de esos tiempos servían “palomitas”, una mezcla de algún licor que puede haber sido ron, pisco o ginebra con agua y granadina, adornado con una guinda y un paragüita japonés. Malísimo y dulzón. Los hombres disfrutaban su whiskey, su ginebra con agua tónica o su martini, mientras nosotras, sentaditas, muy derechas, muy compuestas, como alumnas nota siete, bebíamos sorbito tras sorbito la “palomita”, aquel veneno que hoy estaría prohibido por cualquier nutricionista más o menos avezado.
El champagne, que hubiera sido el trago ideal para las recatadas “niñas” de los ‘60, no se había masificado. Además no era un trago para la gente joven, sin mayores recursos. Tampoco se habría visto bien que una señorita educada en las monjas llegara a un bar pidiendo una copa de champagne. La habrían mirado con malos ojos o con ojos libidinosos, la habrían desnudado con la mirada mejor dicho. Cuando una pensaba en champagne inmediatamente se le venía a la mente una cortesana, una mujer de cascos livianos o una parisina escapando del aburrimiento marital con un amante 15 años menor. Recuerdo como si fuera hoy el día en que una compañera de clases me dijo que a ella le gustaba mucho el champagne, acababa de descubrirlo y pensaba hacerlo suyo para siempre. Teníamos 15 años y en ese tiempo no se suponía que a una chica de esa edad le gustara nada, mucho menos el champagne. Mi amiga agregó que había salido a bailar con un noviete y éste la había agasajado con el mejor champagne francés que vendían en el lugar. Yo quedé estupefacta y preocupadísima, pues no me cupo ninguna duda de que mi amiga estaba embarazada. La ecuación no podía ser más simple: novio más champagne = cama. El champagne y el sexo eran exactamente la misma cosa. ¡Qué inocencia! »
Por estos lados del mundo se lo consideraba un trago fino, eso sí, pero más apropiado para celebrar la llegada del año nuevo, un aniversario de matrimonio, la puesta en marcha de un romance, en fin, ocasiones especiales. Sinónimo de fiesta y seducción. Pero, hoy, el champagne se ha instalado en gloria y majestad en todas partes y particularmente en el mundo femenino. Y está muy bien que así sea. No olvidemos que fue la vividora Madame de Pompadour quien dijo: “el champagne es el único vino que después de beberlo deja a la mujer más bonita”. Es cierta esa afirmación. Yo nunca he visto a una mujer borracha de champagne ni he sabido de señora alguna que enferme de cirrosis por tomar demasiado champagne. Es que el champagne y las mujeres hacen un matrimonio bien avenido. Champagne y glamour son dos conceptos íntimamente relacionados. No solamente se trata de un vino delicioso, suave, refrescante sino que se sirve en copas altas, de cristal, delicadas, y si usted es el colmo de la elegancia, puede beberlo con guantes de seda roja.
¿Dónde se ha visto nada más femenino que una mano enguantada con una copa de champagne? ¿Dónde se ha visto a un hombre que resista una mano enjoyada, a la luz de un candelabro con velas, un susurro en la oreja y el intenso y chispeante burbujeo de una copa de champagne? Personalmente he llegado a creer que si las parejas se dieran el tiempo de apagar el televisor por una hora, encender un par de velas, sentarse a la luz tenue y brindar con una copa de champagne, un par de veces a la semana… las tasas de divorcio empezarían a bajar.
Mi abuela decía que había dos clases de viejas: las viejas y las viejas que bebían champagne. Las primeras estaban condenadas a morirse de lata. Las segundas no morían nunca, “quedan en la memoria de los amantes, para siempre, hija”, decía mi abuela alzando su copa de champagne. Mi abuelo se la quedaba mirando con esa cara mezcla de incredulidad e inocencia que ponen los maridos cuando piensan que su mujer está insinuando que hay otro hombre en su vida y le decía: “pero, vieja, ¿qué me estás diciendo? ¿Tienes un amante o te gusta el champagne?” Y ella respondía, muy seria: “las dos cosas, Juan Eduardo”.