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Enamorados del riesling.

Dicen que los vinos guardan cierto parecido con quienes los elaboran. Que los hay expansivos, generosos, tímidos, altivos, sensuales, escandalosos y hasta egocéntricos. Egon Müller IV, bisnieto del primer elaborador de los más apreciados blancos dulces del mundo es alto, elegante y tan prudente que más que hablar susurra… como los sutiles y exquisitos riesling que dan los viñedos en la inclinada ladera que descansa frente a su casa. Nació en el 59. Gran año, caluroso y seco, que aportó madurez y escasa acidez a unas botellas que hoy guardan como joyas. Josep Roca, el mediano de los hermanos de El Celler de Can Roca (Girona), ascendido este año a segundo mejor restaurante del mundo en la lista de Restaurant que encabeza el danés Noma, es uno de los sumilleres más reconocidos y tal vez quien desde España mejor conoce y más ama los grandes vinos alemanes. El encuentro entre ambos se produce a finales de septiembre, un día especial para los grandes elaboradores de Saar, Ruwer y Mosela que ultiman los detalles para llevar sus mejores botellas a la cata que precede a la subasta anual, que se celebrará al día siguiente en Trier, la ciudad en la que nació Karl Marx. El Magazine acompaña a Josep Roca en su visita a la vieja mansión de los Müller, en el valle del Saar, donde han preparado una barbacoa que el elaborador y su esposa ofrecerán a un reducido grupo de invitados. El anfitrión ha cambiado su atuendo clásico por unos vaqueros y un polo de amplias rayas, sin despojarse de una rigidez que en su caso es más de hombre tímido que altivo. Serpenteante como el cercano Mosela –uno de los afluentes del Rin–, que aparece y se oculta entre un paisaje verdísimo de suelos pizarrosos, así transcurre la charla entre Roca y Müller, a quien no le gusta ser el centro de atención en la mesa. Entre jugosas piezas de carne y vinos sabrosos –Roca acierta elaboradores y añadas sin ver la etiqueta–, empiezan comentando la relación entre la cocina creativa y el vino. “Creo que la gastronomía puede ser un ejemplo, porque en la cocina se están haciendo cosas que jamás se habían hecho –afirma Müller– y eso ha abierto nuevas posibilidades para experimentar”. Pero en el terreno de los vinos, el alemán no tiene tan claro que se deba probar siempre y en cualquier lugar. “Me parece muy divertido observar qué vinos pueden responder a la nuevas prácticas”. Sabe el sumiller que cuando su interlocutor se refiere a métodos experimentales no piensa en las tierras donde nacen los grandes clásicos, sino en los nuevos paisajes del vino. Müller le cuenta que habrá dos líneas en el futuro: “Las zonas históricas van a volver al purismo de donde venían, y las emergentes van a experimentar más y más, ya veremos con qué resultado. Allí está más aceptada esa experimentación por parte de los clientes, porque no cuentan con claras referencias. Quienes buscan los pagos históricos no admitirían tantas pruebas. Yo pienso que habrá dos líneas con dos clientelas distintas”. Reflexionan ambos sobre la capacidad de la gastronomía para investigar sobre cómo mejorar el sabor en los productos, e intentar buscar más pureza y sacar el máximo partido desde el conocimiento y la ciencia aplicada en la cocina. Observa Roca que actualmente la gastronomía va por un lado y la enología –sobre todo en España– va por otro. “Por un lado, la cocina busca la pureza, la ligereza, la liviandad, el concepto dietético, y en el vino se busca igualmente la pureza, pero también peso, madurez, contundencia, densidad en boca, persistencia. Se quiere que el vino se alargue mucho en el paladar. Probablemente la cocina que estamos haciendo ahora necesita vinos mucho más frescos, más ligeros, que buscan esa pureza pero también una agilidad en boca. Por suerte, ya hay signos de cambio y esperanza en esa búsqueda”. Ambos están de acuerdo en que lo importante ocurre en el viñedo. Confiesa Müller que para él la vendimia es el momento más importante del año y también el que aporta mayor emoción. “El viejo propietario de una bodega muy reputada de Alsacia, Hugel, suele decir que el 95 por ciento de la calidad depende de la cosecha. Yo quizás no llegaría a un porcentaje tan alto, pero creo que hay mucha verdad en esa afirmación. Es el momento en que como productor tu trabajo tiene más influencia sobre el producto, el momento en que mueves más parámetros. Durante el resto del año hay mucha parte en la que interviene la naturaleza pero tú no puedes influir”. Josep Roca está de acuerdo. Él cree que debería haber menos orgullo concentrado en los vinos y un discurso más sincero y más ágil. “A veces en España tienes la sensación de que estamos siendo los pioneros en otra novedad en la enología que es la arquitectura, que no es menos interesante, pero yo preferiría que ese dinero que se invierte en ella se lo gastaran en mano de obra para el viñedo, que invirtieran en personas con capacidad y talento. Probablemente, eso daría como resultado vinos mucho más interesantes. Decíamos que el 95 % de la importancia del vino está en el viñedo, y en España a veces damos un paso en falso. Cierta adolescencia conceptual nos lleva a buscar más esa parte de la inmediatez, esa espectacularidad de lo físico y no de lo interno, lo profundo y lo de raíz, que, en este caso, es la uva como un transmisor del estilo de vino. Necesitamos más jardineros y una sensibilidad ante el cambio climático para poder interpretar el paisaje soñado”. Müller aprendió de su padre que no hay que hacer todos los negocios. Sabe que el suyo es un mundo que requiere infinita paciencia y reflexión. La conversación deriva al terreno de las levaduras, un tema que ambos creen que protagonizará uno de los grandes debates en el futuro entre los expertos. Roca tiene curiosidad por saber qué opina su interlocutor sobre las levaduras indígenas y las levaduras seleccionadas por el hombre. Este asegura que no es dogmático. “Por intuición prefiero la levadura autóctona, por supuesto, pero no siempre es posible utilizarla. En Alemania, como en otros países, van a dominar las levaduras de cultivo, pero los vinos de alta gama se van a orientar cada vez más a la levadura propia. La distancia entre unos vinos y otros será mayor”. El sumiller está de acuerdo con el elaborador. “Creo que hay un mercado que asumirá riesgo para buscar más pureza pero con mucha autenticidad en el trabajo en la viña y por otra una seguridad, un control, un rigor, para poder llegar a un mercado mayor pero con un sentido de un gusto menos conducido”. En la bodega de Egon Müller, pegada a la casa familiar, las barricas se usan sólo como un conservante, de manera que aporta calor pero no altera el sabor del vino. Cuenta Müller que un tiempo atrás la gente que tenía dinero compraba cada año toneles nuevos para evitar el gusto a madera vieja mala. “No buscaban dar un sabor nuevo, sino tapar el malo. El segundo paso fue empezar a buscar las virtudes de eso. El pionero fue el americano Robert Mondavi, que quería promocionar un nuevo estilo. Y lo que empezó como una anécdota, como una cosa más, se ha puesto de moda como única forma de envejecer, como algo casi obligatorio. Ese ha sido, para mí, el fallo”. Tal vez, opina Josep Roca, los elaboradores se hayan fijado mucho en Burdeos para hacer vinos de calidad cuando deberían haberse fijado más en Borgoña. “Han dado mucha relevancia al roble, a una maceración, a una concentración, con mucho peso de pigmentación y probablemente se han olvidado de la esencia del trabajo más borgoñés. Del pequeño artesano, de la atención al viñedo y la obsesión por transmitir el valor de la tierra e interpretar la parte por encima del todo”. Le cuenta Josep Roca que en España hay interés por buscar otras maneras de vinificar y de envejecer que no den tanta importancia a la madera y renacen otros elementos que estaban olvidados, como por ejemplo, la fermentación en cemento. Son técnicas sobre las que el alemán confiesa que no tiene experiencia. Ambos comparten la idea de que la última revolución está en la viticultura ecológica. Quiere saber Roca qué opina sobre biodinámica y sostenibilidad el hombre que elabora uno de sus vinos favoritos. “Aquí estamos en un sitio especial. Cuando yo asumí la responsabilidad ya estaba todo en orden, pero en esa época en otros sitios se imponía la química. Yo he tenido la suerte de heredar unos viñedos bastantes sanos, y en los veinte años que llevo al frente sólo una vez tuve que utilizar herbicidas y nunca hemos aplicado nada para impedir la botritis. Por lo tanto, aquí nunca ha habido un cambio radical. Este ha sido el primer año en que todas las aplicaciones en el viñedo han sido por completo ecológicas”. Asegura Müller que tiene colegas franceses que han recurrido a la biodinámica porque las cosas no les iban bien, pero ese no fue su caso. “Ellos tuvieron que actuar y ahora notan la diferencia. Yo estoy seguro de que si de repente aplicara una biodinámica radical, el vino no cambiaría apenas porque la diferencia no sería tan grande como cuando se aplica en zonas donde habían cometido crímenes con el viñedo”. Algunos grandes vinos como Müller o Romane Conti, hace años trabajan con ese criterio de una forma natural con la intención de beneficiar al viñedo. Pero Josep Roca sabe que durante muchos años y en muchas zonas no ha ocurrido lo mismo. “Creo que ahora hay una revolución en la que a veces te asusta la incidencia del marketing, me disgusta que se use el concepto ecológico para vender. Hay que ver lo que hay de verdad y eso es urgente y vital para poder ofrecer vinos con más autenticidad”. Puede que la geografía de los grandes vinos esté cambiando. Pero por el momento, ambos sitúan la Borgoña como el paraíso de los tintos extraordinarios. A la pregunta de qué tiene un gran blanco que nunca pueda alcanzar el mejor tinto, Müller responde con una sola palabra: azúcar. ¿Algo más? “Lo que pasa es que no existen grandes tintos dulces”. Mientras corta un pedazo de uno de los pasteles que ha preparado Valeska, la esposa de Müller, que hoy celebra su cumpleaños, comenta el sumiller el gran progreso que se ha hecho en España con los blancos durante la última década. Müller confiesa que no los conoce bien y por ello no se considera capacitado para valorarlos. Sólo ha oído que los albariños están de moda. Se alarga la sobremesa hablando sobre las zonas en las que se están haciendo blancos interesantes. Llega la hora de ir a la cata y Müller desaparece discretamente para regresar unos minutos después, con traje y corbata. Preside la VDT, la asociación de viticultores de la zona, y ha de ser el primero en llegar a la cata a la que acudirán expertos de todo el mundo. Al día siguiente, se celebra la subasta anual de los vinos de Mosela. Las mayoría de las botellas que salen son de la cosecha del año anterior. Y aun así alcanzan precios muy elevados. La más cara de todas será, sin duda, una de las que ha elegido Egon Müller. Se trata de un lote de 18 botellas del 99 que se venderá al precio de 4.300 euros cada botella. Al atardecer, Josep Roca regresará a la mansión de los Müller. Es el momento de celebrar con un reducido grupo de amigos y distribuidores el éxito de la subasta y, mientras el sol se oculta tras los viñedos, los invitados brindan con champán antes de pasar al comedor. Durante la cena informal, que los propios comensales se sirven, Müller se muestra más relajado que el día anterior. De vez en cuando abandona discretamente el comedor en busca de una botella de su bodega. Se emociona Roca cuando prueba un Müller del 59, el año del nacimiento del alemán. Habla de pureza y tensión .“Es uno de los grandes vinos que he tenido la suerte de probar en mi vida”. Pregunta la periodista a Müller de qué año es el último vino que está a punto de descorchar. “¿Usted que cree?, interpela el anfitrión. Ante la mirada fija de Müller, un breve silencio y una respuesta firme: “1971”. Müller sonríe satisfecho al comprobar el acierto. Le ha pasado inadvertido el cruce de miradas y el gesto casi imperceptible en los labios del sabio sumiller.

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