«El vino se va entendiendo diferente según las distintas etapas de tu vida; buscas una cosa u otra, dependiendo del momento que estás viviendo». De pie, apoyado en la barra-mostrador de una tienda especializada en la ancestral bebida, Pascual Ibáñez (foto) reflexiona sobre las sensaciones que éste ha provocado en su historia personal.
Español -de Yecla, Murcia- hace 13 años llegó a Chile con la intuición de que algo encontraría aquí, más allá de las viñas que marcaban el itinerario de la visita. Dicho y hecho. Hoy, además de ser uno de los miembros fundadores de la Asociación Nacional de Sommelier de Chile, de ser el sommelier de La Cav (Club de Amantes del Vino), de haber publicado «La guía de la cerveza» (que este año salió renovada), es director de la Escuela de los Sentidos, en un país que parece ideal para desarrollar su profesión.
Sin embargo, destaca algo que dice encontrar «curioso»: «Chile tiene una cultura de vino arraigada, pero el consumo real es muy bajo. La vida diaria no te permite estar consumiéndolo y cada vez se acortan más los espacios que quedan sólo en el fin de semana, en el asadito con los amigos o en el matrimonio o un cóctel. Pero si bebes en un almuerzo, cuando estás trabajando en la oficina, te van a mirar mal. Además, no hay nada dispuesto en ningún casino para que puedas tomarte una copa de vino».
-¿Cuán real, entonces, es la cultura vitivinícola que tenemos? ¿Sabemos de vino o hacemos como que sabemos no más?
«Las dos cosas. Hay un sector que dice que no sabe nada, pero consume habitualmente -al menos, el fin de semana- y tiene muy claro cuál es el vino que va a comprar, el que le gusta. Pero también hay un sector minoritario, que se cree que sabe mucho porque ha escuchado algo o ha leído, y eso no es una buena referencia. El vino no se aprende de memoria ni leyéndolo, se aprende con la experiencia de degustarlo, probarlo, asimilarlo».
-Pareciera que hay algo de aspiracional en algunos casos.
«No sería justo decir ‘aspiracional», porque puede resultar peyorativo. El vino, más que eso, es como un símbolo de la cultura gastronómica, y refleja la mayor calidad de vida que Chile está alcanzando. Aunque, claro, hay un pequeño círculo para quienes saber de vinos supone una vía para hacerse el choro».
-En las universidades españolas, en las máquinas de café tienen también cervezas, vodka, ron, algo que aquí parece impensable…
«Claro, porque se ve feo que un estudiante se tome una cerveza en el descanso».
-Pero no necesariamente el universitario se va a curar.
«Y si se cura es problema de él, si ya es mayor de edad. Bueno, exactamente eso es cultura. Yo he hecho el servicio militar obligado en España y en los almuerzos y cenas teníamos nuestra dosis de vino todos los días. Acá es distinto, al vino lo han sacado un poco de lo popular, del vivir diario. Con decirte que los empleados de una viña, en el casino del lugar donde trabajan, no pueden probar el vino».
-¿Chile es un país sobrio?
No. Lo que pasa es que cuando le pones el enfoque de tabú creas una especia de ansiedad. En España puedes tomar vino hasta en la universidad, en cualquier lugar, a cualquier hora y diariamente, y si hago una celebración en casa, mis invitados van a beber -y lo puedo firmar- la mitad de vino que en Chile. Yo aún me quedo sorprendido y hasta un poco escandalizado, cómo es posible que se beba tanto cuando uno invita a una casa o a un asado. Hay veces que sacas, mínimo, una botella o más por cabeza y eso ya es un desmadre.
«El objetivo es salir borracho y llamar la atención. Eso también ocurre en otras culturas; uno va a países del norte de Europa y toman, literalmente, como cosaco, hasta caer».
Este año Pascual se armó de valor, contó hasta tres, y cató los tragos populares del joven chileno promedio: vinos con saborizante, licores y rones nacionales, que hoy recuerda como «agua de alcantarilla».
-¿A qué crees que corresponde este suicidio hepático? Porque no es sólo tragar eso, es emborracharse con eso.
«La juventud siempre es contestataria y se deja llevar por corrientes. Lo que a mí me parece preocupante es observar cómo a un joven no le gusta el sabor del alcohol pero bebe tapándose la nariz hasta que se cura, que es lo que le importa del alcohol, ese es el problema. Pero sucede que le han dado una especie de imagen tabú al vino o al alcohol, que hace que cuando uno tiene una copa delante, piense que se le va a escapar de las manos; no se le toma en cuenta como un producto alimenticio diario y natural, sino que se lo tiene para evadir y rajarse. El que bebe, debe hacerlo por placer, por goce, disfrutarlo».
-¿Qué opinión tienes del popular jote?
«Cuando joven lo he tomado también, ahora jamás lo haría. El buen vino tiene que ser tal cual como el enólogo lo hace. Ahora, en países donde se produce mucho vino, como España o Argentina, el vino que se toma a nivel popular es a granel, de baja calidad. Y en verano, la gente sigue prefiriendo el vino, así que inventan cócteles con él. Creo que eso es más positivo que tomar un ron malo y además desequilibrado con bebida. Eso es bien nefasto. Cuando era niño, me acuerdo que un litro de Coca-cola costaba 16 pesetas y uno de vino 8. En mi casa, quien quería bebía vino y se inventaban refrescos. Mi abuelo producía vino».
-O sea que el haber terminado como sommelier partió por una cosa familiar.
«Influye. Mi familia, por los dos lados, ha sido viñetera, pero pude haber sido cualquier otra cosa. Yo estaba estudiando para Bellas Artes, quería ser pintor -incluso tengo cuadros hechos, retratos y autorretratos- pero me arrepentí, porque habría sido un pintor mediocre. El vino, mal que mal, algo mejor lo entiendo».
-¿Hubo algún evento que hiciera el cambio definitivo del arte al vino?
«Fue simplemente seguir la inercia y dejarme llevar por lo que conocía. Recuerdo a mi abuelo -cuando yo tenía unos 7, 8 años- que para él era muy importante una buena cosecha, poder vender el vino. Eso era su vida y me lo explicaba diciendo: Esto es algo muy importante, es lo que nos ha dado siempre a la familia el sustento; hay que beberlo de a poco, hay que saber apreciarlo, quien no bebe vino en todas las comidas, no sabe comer. Por eso cuando veo a alguien que lo bebe y se cura, me da pena, porque no es esa la misión por la que está hecho el vino».
-¿Cómo terminaste en Chile?
«Fue casual. Llegué, conocí bodegas, viñas y me gustó el lugar. Quizás yo ya pensaba, intuitivamente, que acá podía pasar algo, más allá de una visita. Y fue tal cual lo había intuido, pero multiplicado con creces, así que aquí sigo… Todavía sin saber exactamente el motivo, salvo que he estado muy cómodo. Me han tratado -como digo- mejor de lo que me merezco».
-¿Cuál es tu vicio privado?
«Privado, ninguno. Pero debo reconocer que un par de veces me he encerrado en casa con el vino que más me llamaba la atención en ese momento, el preferido de entonces; me he metido al escritorio, he desconectado el timbre, la luz, el teléfono, me he puesto una vela, la botella de vino, mi música preferida y he estado 6 ó 7 horas con la botella de vino hasta que se ha acabado. No termino borracho, pero he ido saboreando cada gota, cada sorbo, y he ido mentalmente recordando cómo me he tomado el primer sorbo hasta que se acaba».
-Exactamente, ¿a qué respondía eso?
«Lo hice cuando quería demostrarme que podría ser un tipo especial en esta profesión, que podía demostrar que sabía de vinos. Era como decir: ya, me voy a meter el vino, voy a desnudarlo, a descubrirlo.
-¿Y hoy ya no lo haces?
«No, si un vino está bueno, está bueno. No me voy a encerrar a beberlo. Además, hay vinos que me gustaban hace 15 años y que hoy no quiero ver ni en fotografía. Porque en esa época podía estar buscando un tipo de vino que me lograra impresionar; uno con madera, corpulento… pero hoy no lo necesito. Ahora, tal vez, quiera algo más simple, más liviano, con otra personalidad. Por lo mismo, no me metería ni loco a encerrarme a tomar una botella de vino».
Fuente: Vendimia.cl
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