Fuente: EL Conocedor
¿Cómo puede explicarse que una variedad tan prestigiosa como la Merlot haya caído en desgracia en nuestro país por una simple cuestión de modas?
En nuestros días, todo el mundo tiene acceso a la experiencia de ver escrito su propio nombre en sobres, facturas, invitaciones, o incluso en un periódico. No es, por lo tanto, una experiencia que distinga o que confiera rango. No ocurría lo mismo hace un milenio, cuando sólo una reducida élite vivía y actuaba en situaciones que podían ofrecer ocasionales motivos para la mención de sus nombres por escrito.
En la Inglaterra medieval, por ejemplo, las nóminas de dignatarios o de invitados a una fiesta de palacio eran por sí mismas signos de distinción para los pocos que tenían el privilegio de figurar en ellas. Durante un período, sólo la aristocracia inglesa tuvo acceso a esas listas, que presentaban cada nombre acompañado de su respectivo título nobiliario. Pero ocurrió que, con el tiempo, una franja plebeya enriquecida y promovida socialmente por el desarrollo del comercio logró alcanzar también el honor de figurar en aquellos elencos, reservados hasta entonces a la nobleza. Carentes de títulos, sin embargo, sus nombres aparecían escritos con el aditamento “sine nobilitate” o, más frecuentemente, con la abreviación “s.nob”.
Originada de esa manera, la palabra snob (castellanizada como esnob) acabó por cobrar vigencia universal como calificativo aplicado a toda persona de baja extracción social que se esfuerza por ganar estatus imitando, generalmente mal, las modas, los hábitos y el lenguaje de una clase considerada superior. No obstante, el esnob desempeña un papel de cierta relevancia en la evolución de las pautas culturales de una sociedad. Por su intermedio, se va desarrollando una progresiva apropiación de la cultura de una clase por otra de menor condición, lo que imprime un peculiar dinamismo a los afanes de las clases más altas por preservar su propia identidad social. En cierto modo, todos necesitan jugar el mismo juego: mientras unos buscan imitar las costumbres de otros, los otros buscan diferenciarse de esos que ahora los imitan. Así, el esnobismo ha pasado a ser un mal contagioso en un planeta infestado de gente que carece de valores propios y necesita modificar su conducta periódicamente para lograr la supuesta aceptación de los demás.
Desde luego, el mundo del vino no es para nada ajeno a este fenómeno; bien al contrario, lo sufre en forma visible hasta la refulgencia. La aparición de corrientes de consumo cada vez más fugaces, la ceguera de consumir sólo aquellas marcas que están en boga, la búsqueda de lo cool y lo pasatista son algunas de las facetas tras las cuales se vislumbra un esnobismo de carácter enológico que afecta al mercado argentino y, seguramente, al del resto del mundo también. ¿Cómo puede explicarse, si no, que una variedad renombrada y probadamente noble como la Merlot haya caído en desgracia por una cuestión de modas? Alguien me decía, hace poco, que el problema no era el vino, sino su nombre. Según esa persona, “la gente no toma Merlot simplemente porque se llama Merlot”. ¿Puede ser que los consumidores estén tan desorientados y faltos de convicciones personales? ¿Es posible que ni la propia industria pueda detener la debacle de un cepaje legendario?
En la Argentina, y a diferencia de lo que muchos piensan, el Merlot tiene numerosos y dignos exponentes de sus virtudes innatas. Existen zonas frescas en Mendoza y la Patagonia donde manifiesta su personalidad frutada y especiada, su cuerpo gentil pero decidido, su amable carnosidad, su generosa evolución aromática y tánica en un tiempo relativamente corto. Nunca he mencionado marcas en esta sección, pero en este caso resulta oportuno hacer un breve repaso por algunas de las buenas etiquetas que, en diferentes franjas de precio, mantienen su fe en la uva de marras y en los vinos que produce. Vaya entonces un reconocimiento para Weinert, Joffré e Hijas Premium, Pasión 4, Wünn, Konantu, Ultramar, Saurus Patagonia Select, Humberto Canale Estate, Marcus Gran Reserva, Infinitus Gran Reserva, 25/5, Rutini, Tempus, Viñas de Uco, Salentein Primus y Bianchi Particular. Esta lista, incompleta por cierto, es apenas una muestra –la mejor, a mi criterio– de lo que no debemos perder en materia de Merlot. Hay mucha gente que lo está haciendo bien y, sobre todo, que no quiere dejar de hacerlo.
Durante los últimos años se puso de moda una frase referida a la dificultad para encontrar votantes confesos de los distintos presidentes argentinos una vez que éstos dejan su puesto o fracasan en su gestión: “ahora resulta que nadie lo votó”. Lo mismo, pero a la inversa, parece estar sucediendo con el tinto que nos ocupa, ya que casi nadie lo compra, pero todo el mundo dice que es uno de sus varietales favoritos. No dejemos que el esnobismo dirija nuestras vidas. Si realmente nos gusta el Merlot, empecemos a consumirlo.
En la Inglaterra medieval, por ejemplo, las nóminas de dignatarios o de invitados a una fiesta de palacio eran por sí mismas signos de distinción para los pocos que tenían el privilegio de figurar en ellas. Durante un período, sólo la aristocracia inglesa tuvo acceso a esas listas, que presentaban cada nombre acompañado de su respectivo título nobiliario. Pero ocurrió que, con el tiempo, una franja plebeya enriquecida y promovida socialmente por el desarrollo del comercio logró alcanzar también el honor de figurar en aquellos elencos, reservados hasta entonces a la nobleza. Carentes de títulos, sin embargo, sus nombres aparecían escritos con el aditamento “sine nobilitate” o, más frecuentemente, con la abreviación “s.nob”.
Originada de esa manera, la palabra snob (castellanizada como esnob) acabó por cobrar vigencia universal como calificativo aplicado a toda persona de baja extracción social que se esfuerza por ganar estatus imitando, generalmente mal, las modas, los hábitos y el lenguaje de una clase considerada superior. No obstante, el esnob desempeña un papel de cierta relevancia en la evolución de las pautas culturales de una sociedad. Por su intermedio, se va desarrollando una progresiva apropiación de la cultura de una clase por otra de menor condición, lo que imprime un peculiar dinamismo a los afanes de las clases más altas por preservar su propia identidad social. En cierto modo, todos necesitan jugar el mismo juego: mientras unos buscan imitar las costumbres de otros, los otros buscan diferenciarse de esos que ahora los imitan. Así, el esnobismo ha pasado a ser un mal contagioso en un planeta infestado de gente que carece de valores propios y necesita modificar su conducta periódicamente para lograr la supuesta aceptación de los demás.
Desde luego, el mundo del vino no es para nada ajeno a este fenómeno; bien al contrario, lo sufre en forma visible hasta la refulgencia. La aparición de corrientes de consumo cada vez más fugaces, la ceguera de consumir sólo aquellas marcas que están en boga, la búsqueda de lo cool y lo pasatista son algunas de las facetas tras las cuales se vislumbra un esnobismo de carácter enológico que afecta al mercado argentino y, seguramente, al del resto del mundo también. ¿Cómo puede explicarse, si no, que una variedad renombrada y probadamente noble como la Merlot haya caído en desgracia por una cuestión de modas? Alguien me decía, hace poco, que el problema no era el vino, sino su nombre. Según esa persona, “la gente no toma Merlot simplemente porque se llama Merlot”. ¿Puede ser que los consumidores estén tan desorientados y faltos de convicciones personales? ¿Es posible que ni la propia industria pueda detener la debacle de un cepaje legendario?
En la Argentina, y a diferencia de lo que muchos piensan, el Merlot tiene numerosos y dignos exponentes de sus virtudes innatas. Existen zonas frescas en Mendoza y la Patagonia donde manifiesta su personalidad frutada y especiada, su cuerpo gentil pero decidido, su amable carnosidad, su generosa evolución aromática y tánica en un tiempo relativamente corto. Nunca he mencionado marcas en esta sección, pero en este caso resulta oportuno hacer un breve repaso por algunas de las buenas etiquetas que, en diferentes franjas de precio, mantienen su fe en la uva de marras y en los vinos que produce. Vaya entonces un reconocimiento para Weinert, Joffré e Hijas Premium, Pasión 4, Wünn, Konantu, Ultramar, Saurus Patagonia Select, Humberto Canale Estate, Marcus Gran Reserva, Infinitus Gran Reserva, 25/5, Rutini, Tempus, Viñas de Uco, Salentein Primus y Bianchi Particular. Esta lista, incompleta por cierto, es apenas una muestra –la mejor, a mi criterio– de lo que no debemos perder en materia de Merlot. Hay mucha gente que lo está haciendo bien y, sobre todo, que no quiere dejar de hacerlo.
Durante los últimos años se puso de moda una frase referida a la dificultad para encontrar votantes confesos de los distintos presidentes argentinos una vez que éstos dejan su puesto o fracasan en su gestión: “ahora resulta que nadie lo votó”. Lo mismo, pero a la inversa, parece estar sucediendo con el tinto que nos ocupa, ya que casi nadie lo compra, pero todo el mundo dice que es uno de sus varietales favoritos. No dejemos que el esnobismo dirija nuestras vidas. Si realmente nos gusta el Merlot, empecemos a consumirlo.