Fuente: Joaquín Hidalgo – La Mañana de Neuquén.
Al comprar una botella pasan cosas que no sucede con otros productos: conocer, saber y querer estar un escalón por encima del consumidor son los pecados de vanidad de los vendedores.
Que nos midan por el dinero: en una vinoteca el vendedor suele asumir que uno tiene ganas de llevarse algo fuera de serie y empieza por ofrecer las etiquetas de 100 pesos en adelante. Engolando la voz, nos lleva a un rincón del local donde hay unos sillones y nos ofrece un nuevo blend de una bodega pequeña que debiéramos probar… y los 152 pesos que cuesta son una bicoca, en su opinión. Al notar nuestro desconsuelo, el vendedor cambia de actitud hacia la de un almacenero –sabe que su comisión acaba de diluirse- y nos deja con un Bonarda de 15 pesos mientras va por otro cliente.
Que nos vendan flatolabia: el término describe bien una de las acciones más frecuentes de los expertos en vino, digámoslo con corrección, hablar al gas. Y cuando uno llega a la vinoteca y quiere comprar una etiqueta para una comida hogareña, aparece el vendedor con un poema extenso como el cantar del Mio Cid –pero sin ninguna acción- a describir las bondades de los taninos, las virtudes de las moras y las glicinas y a recordarnos que, sólo si le prestamos debida atención, podremos encontrar el universo descriptivo que encierra una botella. Uno escucha: al menos tiene una anécdota de payasos para contar en el momento del descorche.
Que nos enchufen otro vino: otro mal momento sucede cuando uno llega a la vinoteca con un vino recomendado, y le dice al vendedor, quizá un sommelier con intenciones afiladas, “quiero esta marca”. El fulano nos contesta que “ese” es un eructo etílico, que de dónde sacamos la recomendación y que mejor llevemos “este” otro, verdadera joya de la creación enológica. Y a uno le queda un regusto amargo porque el entendido es él, aunque nos da desconfianza la sugerencia de una marca particular, y nosotros nada más veníamos con un nombre recomendado por una amigo o un compañero de trabajo. Finalmente nos llevamos una etiqueta clásica, para no sentir que claudicamos, mientras el vendedor nos mira como diciendo “ahí va otro que no sabe nada.”
Que exageren el ritual de la venta: uno llega a las 20.25 a la vinoteca y quiere llevarse algo rápido, porque todavía tiene que bañarse, cambiarse y llegar a tiempo a la cena que organizó la pareja en casa de unos amigos. Y en el mostrador hay un hombre indolente a nuestra urgencia que se ha pasado la tarde mandando mensajes de texto a sus amigos. “Deme un Malbec,” le pedimos. Y ahí empieza un rodeo largo como la Ruta 40: “¿Cuál? ¿De Patagonia, Valle de Uco, Salta, o San Juan; por 20 ó 50 pesos; con o sin roble; de bodega grande o bodega boutique; para cenar qué cosa; clonal o de selección masal…?”, y lo hace para que nos demos cuenta de que él sabe más que nosotros. Cuarenta minutos después nos llevamos lo que el tipo quiso y además le ayudamos a cerrar el boliche.
Que la góndola no esté bien seleccionada: algo muy parecido a un ataque de pánico sucede cuando, en la góndola del supermercado, uno se encuentra con tantas etiquetas como referencias tiene el mercado. En el vino no suma que haya cantidad, lo mejor es una buena selección. En general pasa que compramos el mismo vino de siempre por temor a equivocarnos. Y si por esas cosas de la vida no está a disposición, el mareo termina siempre en los marcas por todos conocidas, una suerte de valium para estos casos.
Que el vendedor diga cosas que no podemos corroborar: es típico que, cuando uno tiene elegido un vino, el vendedor de la vinoteca, por ejemplo, comience con un cuento sobre cómo, cuándo y dónde conoció al hombre que lo elabora. Y agrega: “Este 2007 que se está llevando está bien. Pero debiera haber probado la cosecha 2002. Ese sí que era un gran vino”. Y a uno le queda la amarga sensación de haberse equivocado otra vez o de que el vendedor es un chanta con ganas de lustrar su vanidad y mojarnos la oreja.
Que el vendedor no entienda nada: es indignante que, cuando uno pide un vino “x”, el vendedor traiga otro porque no sabe qué fue lo que pedimos. Sucede mucho en los restaurantes y sobretodo con vinos blancos y con las añadas en general. Uno quiere beber un Sauvignon Blanc 2009, porque sabe que se toma nuevo, y el empleado, con cara de estrenar temporada, nos acerca un Cabernet Sauvignon 2006. “Total, el nombre es parecido”, pensará. Ahí es cuando dan ganas de ponerse uno en el lugar del entenido y hacerlo sentir una piltrafa ignorante, explicándole todas las diferencias que existen entre ellos.