Hoy, dentro de la santa misión purificadora que me ha sido encomendada, voy a hacer clarividente a la parroquia el término de Sacrilego y sus ignominiosos actos, y de cómo alcanzar la divinidad eterna o, por el contrario, caer en el más grisáceo fariseísmo.
Llevo casi 20 meses (mas de año y medio, que se dice pronto), viendo una botella de Cabernet Sauvingnon-Merlot de la añada 2.005 nada menos en mi oficina. Mas concretamente, en la sala de café de mi oficina. Si echais cuentas, 5 años tiene ya ese caldo, 20 meses lleva fuera de un lugar adecuado.
Supongo que alguno de los lectores ya habrá entendido a estas alturas lo que quiero exponer, pero detallaré la terrible situación que acaece.
La sala de café es un cuartucho ó zulo que hace las veces de sala de descanso y que, con unas dimensiones de 1,50×2,00 m2 aproximadamente, alberga un armario de utensilios, un equipo informático servidor de la red de la oficina, un frigorífico, una máquina de agua y, por supuesto, una máquina de café. Ni que decir tiene que la sala no tiene ventilación, ventanas, ni cualquier cosa o sistema que pueda asemejar semejante cosa. Ni que decir tiene también que la sala es un horno, entre el calor del servidor informático, el alumbrado de la misma (permanentemente encendido), el motor del frigorífico, el de la máquina de agua y el vapor del cafetín que se hace algún lugareño que otro de vez en cuando.
Como os podeis estar imaginando, la sala es un perfecto ejemplo de orden y colocación de diversos elementos. Parece extraído de cualquier ensayo sobre el cubo de rubbick, o de cualquier catálogo del Ikea.
Y allí, sobre el frigorífico, como una monja en un “afterauer” se encuentra ella. Sola en su rincón, aun sin abrir, aun limpia. Pero mustia, triste y silenciosa.
De vez en cuando me acerco a la sala, a tomar un traguito de agua fresca en medio de la batalla diaria que supone sobrevivir en la jungla laboral creada en éste país por nuestros amados gobernantes. Y cada vez que entro, alli la veo, en su rincón. Impasible, invariable, eterna. Sumida en su soledad y tristeza, como que hubiera sido sentenciada por el mismísimo Jupiter a vivir en el mundo mortal.
Y se me hunde el alma.
He preguntado alguna vez por ella al personal que me acompaña diariamente, y suelo obtener como respuesta un encogimiento de hombros. Me enciendo. Algún compañero de la oficina es el Judas que está castigando a la botella de esa manera, eso es evidente.
Para más Inri, muchos compañeros de la oficina alardean de su gusto por los vinos. Puede que sea cierto, no lo niego, pero creo a pies juntillas que no lo sienten. Y esa es la diferencia vital entre los aficionados a los vinos y los amantes de los vinos: Entre estar en la tierra o estar en el mismo reino de Baco, a la derecha de dios padre.
Y es que a unos les gusta el producto final. Pues vale.
Y otros en cambio entienden el producto final como un arte, como una consecuencia de un largo proceso generacional de elaboración de un producto que siempre lleva algo del bodeguero: Tradición, experiencia, tacto, cariño. El “tempo”, que tantas veces he nombrado. Y por eso lo aman.
É ahí la diferencia, é ahí el sacrilegio. No se puede alardear del gusto por el vino y a la vez mostrarse impasible ante el sufrimiento de esa botella, de un magnífico vino que languidece y muere por culpa de la desidia y dejadez de su propietario. Ni siquiera sé quien es, (prefiero no saberlo), pues haría efectiva mi sentencia de hoguera y responso en el acto.
Pero si me imagino en alguna hora muerta a un caballero de la triste sombra, que pudiera ser yo mismo, acudiendo cual Don Quijote al rescate de esa Dulcinea, salvando el ataque de los gigantes que serían los insignes compañeros de oficina, y consiguiendo transportarla a lugar adecuado antes de su muerte, si es que no ha fenecido ya.
Pero al rato vuelve la cruda realidad, y mi pesada honradez m hace recordar que esa botella tiene dueño, aunque sea malo, y que su muerte no hará mas que engrandecer la negra sombra de su dueño que, más pronto o más tarde. Será descubierto.
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