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Nuevas tendencias del vino chileno

Aunque el momento que pasa la vitivinicultura chilena no es el mejor, la industria no para. El afianzamiento del carménére, la implantación de nuevos viñedos en altura y nuevos destinos costeros, y una exploración – imitando a los argentinos – para “ordeñar” el malbec, parecen ser los signos vitales que animan un replanteamiento chileno.

Desplome de los envíos al Reino Unido, viñas que sacan cuentas con lápiz rojo y caída en los precios por botella. Hasta el más despistado de los chilenos tiene una noción de la complicada realidad que vive la industria viñatera nacional. De hecho, ya se va a cumplir casi un año de titulares negativos al hilo en la prensa a la hora de hablar del vino.

Es que los datos son duros.

La crisis económica internacional golpeó con fuerza. En mayo, el último mes con estadísticas oficiales, los envíos cayeron 9,4 por ciento respecto de los de un año atrás; además, el precio promedio por caja que recibieron las viñas llegó a US$ 24,9, una baja de nada menos que 15,3%.

Frente a esa realidad, lo lógico es que los viñateros chilenos se volvieran más conservadores, pusieran freno a las inversiones y restringieran sus negocios a las áreas más exitosas. Eso sería lo natural.
Sin embargo, por estos días la industria vitivinícola nacional vive uno de los momentos más creativos de los últimos años.

Luego de que muchos críticos y periodistas despotricaran contra el carmenere, recientemente las viñas chilenas le tomaron el pulso y colocaron a Clos Apalta y Carmín de Peumo entre los mejores vinos del mundo.

En tanto, en zonas costeras como Concón, Zapallar o en la desembocadura del río Rapel, en la VI Región, aparecen por primera vez viñedos.

Otras viñas se atreven a trepar a la precordillera del Elqui, del Cachapoal o de Colchagua, abandonando la comodidad y menores costos de las zonas planas de los valles, en busca de áreas para tintos más frescos y con menos alcohol.

Y no se trata de los grandes booms de los años 90, en que, cual manada, decenas de viñateros se lanzaban de cabeza a plantar la última moda internacional como el sauvignon blanc o tomaban por asalto zonas específicas como Apalta o el Alto Maipo.

Nada de megatendencias. Lo que la lleva, por estos días es buscar la diferencia, avanzar hacia donde pocos han ido, despegarse de la competencia.

En el fondo, es un trabajo de sintonía fina para identificar nichos geográficos o de cepas y sacarles el máximo de provecho.
Que surjan estas tendencias de innovación con un carácter más individual habla a las claras de una mayor madurez en el negocio del vino chileno.

A toda costa

¡Che, qué malbec sacaron los chilenos!
Por esto días, el malbec argentino está arrasando en Estados Unidos. Su carácter amigable y valores ídem la han hecho una de las cepas de moda en Nueva York y Washington.

A este lado de la cordillera, la noticia no pasó inadvertida. A pesar de que todavía la oferta de uvas de malbec es relativamente baja en Chile, la demanda de las viñas por fruta de esa cepa es firme y son varios los viticultores que se han lanzado a plantar.
Pero no se trata de imitar una moda internacional. La historia del malbec en Chile a pesar de ser larga -no es extraño encontrar viñedos con más de siete décadas en Colchagua o el Maule- es poco conocida. Sin embargo, los malbec de este lado de la cordillera han mostrado un desempeño interesante. Viu 1 de viña Viu Manent, fue elegido en 2003 como el mejor malbec por la Guía de Vinos Sudamericanos.

¿Pero qué puede aportar Chile a una cepa que está tan asociada con Argentina?
Según Juan Pablo Lecaros, enólogo de Viu Manent, en términos generales, los malbec chilenos son más robustos, especiados y complejos. Además tienen una buena acidez, lo que los hace buenos vinos de guarda. Por otra parte, los malbec argentinos, en su mayoría, son más florales, con bastante fruta roja confitada y de bocas más livianas.
“Creo que en Colchagua, especialmente en viñedos antiguos, ubicados en suelos franco arcillosos, el malbec está logrando su máxima expresión. El denominador común es la existencia de suelos fértiles, parras viejas y gran diferencial térmico durante el día”, afirma Lecaros.

Sin embargo, lo interesante es que esta cepa se adapta en forma notable a la “loca geografía” chilena. En la zona más costera de Casablanca, viña Loma Larga ha llamado la atención con un malbec de influencia marina, que podría ser considerado casi un oxímoron, dado que en Argentina se cultiva casi en plena montaña y a varios cientos de kilómetros de la playa más cercana.

Arriba en la cordillera

Cuando la familia Undurraga decidió volver al negocio vitivinícola luego de vender su tradicional viña, recorrieron varios lugares de la VI Región. Al final, la elección para instalar Koyle, su nuevo proyecto, fue un terreno cercano a la precordillera en el sector de Los Lingues. Las plantaciones, que comenzaron en 2007, se ubican cerca de los 500 metros de altura y con posibilidades de escalar hasta los 800.
“Queríamos diferenciarnos de otras viñas. En altura podíamos encontrar temperaturas promedio más bajas. Eso nos permite lograr vinos más frescos y menos alcohólicos que en el plano de los valles centrales. Esas son justo las características que los consumidores mundiales están exigiendo con fuerza”, explica Cristóbal Undurraga, gerente técnico de viña Koyle.

El compromiso de los Undurraga con los vinos de altura es tal que promueven el lanzamiento de la denominación Alto Colchagua.
Pero Koyle no está solo. Viña Altaïr, del grupo San Pedro-Tarapacá, desarrolla un proyecto premium desde hace una década en la zona alta del Cachapoal, sobre los 700 metros de altura. Más al norte, en la precordillera del valle del Elqui, viña De Martino afina los últimos detalles para lanzar un syrah extremo, con parras plantadas cerca de la cota de los 2.000 metros.
Eso sí, a medida que se sube, los costos y dificultades también crecen. Hay que sumar costos para bombear el agua de riego, además, la posibilidad de mecanizar la vendimia se diluyen por las mayores pendientes. Sin embargo, los pioneros están conformes.
“Se logran vinos con alto equilibrio, gran concentración de color y aromas a fruta fresca”, argumenta Ana María Cumsille, enóloga de Altaïr.

La última novedad, parras viejas

Muchas veces innovar implica crear cosas nuevas, traer tecnología desde el exterior, plantar nuevas variedades o clones. Sin embargo, hay veces que sólo basta con darle una nueva mirada a lo que siempre ha estado presente y que por habitual y cotidiano no se le asignaba valor.

A contrapelo de la modernización de la industria viñatera chilena de los 80 y 90 -que consistió, en buena parte, en botar los viñedos viejos y reemplazarlos por parras nuevas-, en el último lustro algunas viñas están rescatando viñedos antiguos, con más de medio siglo de vida. Uno de los líderes en el proceso es Marcelo Retamal, el busquilla enólogo de viña De Martino que desarrolló la línea Old Bush.

El objetivo es apuntar a los consumidores-conocedores, aquellos que desean salir de los vinos masivos, que si bien son “correctos” en cuanto a calidad, tienen la huella homogenizadora de la globalización. Lo que buscan son vinos con carácter único, que expresen las características de un lugar específico del mundo. La gracia es que no tienen problemas con pagar US$ 20 por botella, bastante más alto que el promedio de la industria chilena.
“Las parras con décadas de vida ya están equilibradas, sus raíces ya exploraron el suelo. Son capaces de expresar muy claramente el terruño en el que están, el origen, y eso es algo que quienes aman el vino valoran mucho”, afirma Eduardo Jordán, enólogo asistente de viña De Martino.

El carmenere se puso pantalones largos

Hasta mediados de esta década había unanimidad en la crítica internacional: el carmenere, el mascarón de proa de la vitivinicultura chilena, no daba el ancho ni el alto para competir a nivel global.
Los aromas excesivamente herbáceos y a pimentón que salían de las botellas hacían ariscar la nariz de los jueces y degustadores. Para más remate, la heterogeneidad de estilos era notable, lo que en sí no es un defecto, pero como la calidad no era de las mejores sólo desorientaba a los clientes que por primera vez se enfrentaban a esa cepa.
Pero en el último tiempo el carmenere se pegó un salto notable. Clos Apalta de viña Lapostolle y Carmín de Peumo de viña Concha y Toro recibieron la aclamación internacional a fines de 2008.
La botella del Clos Apalta 2005, de hecho, fue elegida como la mejor del mundo por Wine Spectator, la influyente revista estadounidense.

“Hace unos 18 a 24 meses que la situación del carménère cambió. Las viñas chilenas comenzaron a mostrar que le están tomando el pulso a esa cepa. Hay una mayor consistencia en la oferta de las viñas chilenas, y no sólo hablo de los vinos más caros. Estamos en un punto de inflexión”, explica Ignacio Recabarren, enólogo del Carmín de Peumo.

Un riego que permita mantener las hojas verdes hacia la cosecha, apertura de follaje para que el sol toque los racimos y engrose la piel de las uvas son parte de las técnicas que permitieron dar el salto.
Aunque hay consenso en que a partir de las botellas de 8.000 pesos precio retail ya se consolidó un buen nivel de calidad y consistencia, el desafío es que en los próximos años se consolide el avance del carmenere hacia niveles de precios más bajos, especialmente en la línea de varietales.

Fuente: Diario del Vino.
Link a la nota: http://www.diariodelvino.com/notas4/noticia1988_20jul09.htm
En el principio fue Casablanca. Durante los 80 y 90 este valle era sinónimo de vinos costeros. Sólo a principios del siglo XXI apareció Leyda para hacerle collera. Sin embargo, el interés por buscar nuevos destinos costeros agarró fuerza en el último tiempo.

Con producciones que están recién en su primer o segundo año, mientras algunos inversionistas recién están plantando, la industria viñatera chilena realmente se chasconeó a la hora de buscar nuevos destinos playeros.
Eduardo Chadwick, propietario de viñas Errázuriz y Arboleda, apostó por el viñedo Manzanar a 14 kilómetros de la desembocadura del río Aconcagua, en las cercanías de Concón. Aurelio Montes afina su proyecto vitivinícola en las cercanías del exclusivo balneario de Zapallar. Guillermo Luksic se lanzó con un viñedo a los pies de los Altos de Talinay, a 12 kilómetros del mar, en el valle del Limarí. En tanto, Concha y Toro en el último par de años plantó cerca de 200 hectáreas de parras en La Boca, en la desembocadura del Rapel, en la Sexta Región. Los resultados son tan interesantes que parte del sauvignon blanc de ese campo se irá a la línea premium Terrunyo.
“Hay razones económicas y enológicas que impulsan a buscar nuevas áreas costeras. Por un lado, Leyda y Casablanca se volvieron caras en la medida que se consolidaron como buenas zonas de producción. Por otro lado, está la necesidad de ofrecer vinos que tienen algunas diferencias con los tradicionales sauvignon blanc o chardonnay chilenos”, afirma Marcelo Papa, enólogo de Concha y Toro.

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